Parábola del submarino

—¡Viejo, la puerta!
—¡Déjala así!
—¿No puedes dejar el submarino por un momento y cerrarla?
—No puedo.
—¿No te molesta oírla?
—¿Te molesta a ti?
—¡Lo que me molesta es ver cómo pierdes el tiempo con ese aparato!
—Es un submarino.
—¡Un submarino!…¡Con cien años y jugando con un submarino!
—¡No estoy jugando, Angélica!
—Ve y ciérrala, después puedes seguir, se va a destrozar.
—¿Quiénes?
—¡Por favor!… Si la cierra te cuento lo que hablé con Alejandra.
—No me interesan esas conversaciones, menos, si se trata de esa loca.
—No está loca, está vieja.
—¿Y no es una locura ponerse viejo?
—Lo único que te pido es que vayas a cerrar la puerta.
—Lo que quieres es que deje lo que estoy haciendo. Ve tú.
—¿Y dejar la brea?…¡Nunca has sabido calafatear nada!
—¿Quién lo está armando?
—Lo estamos armando los dos, aunque no sirva para nada.
—Parece un sarcófago, Angélica.
—Es un submarino.
—Hubiera sido mejor hacer un barco.
—Todos saben hacer barcos, un submarino no lo hace cualquiera
—¿Querrás decir un sarcófago?… Cabemos los dos.
—Hubiera sido ridículo navegar y todos mirándonos con lo viejo que estamos.
—¿Prefieres ver el fondo del mar, las coralinas meciéndose?
—La puerta se desbarata si no la cierras.
—¿Nunca jugaste con una puerta? ¿Y si dejamos esto y jugamos con ella?
—Estas peor que Alejandra.
—Esa está vieja; en cambio, yo estoy haciendo un submarino para nosotros.
—¿Y navegará?…¿Crees que podamos navegar?
—Ya estamos navegando, Angélica.

Omar Casanova Rivera
No. 116, Octubre – Diciembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 326

El sueño

El niño despertó y al despertar se dio cuenta que todo había sido un hermoso sueño. Aún semidormido paseó la mirada por las baldosas del techo, buscando en ellas los vestigios del sueño perdido a través de los cristales fríos de la realidad. De afuera alguien le gritó que era demasiado tarde para seguir acostado; por lo tanto el niño, mecido todavía en el suave vaivén de la marea de su ensueño, posó sus pies en el tapete del suelo y restregándose los párpados con los nudillos de los dedos, pensaba en aquel sueño como en algo anhelado e imprescindible para continuar viviendo. Y así, durante toda su vida, se mantuvo en busca de ese sueño, hasta que un día, siendo él un hombre ya muy viejo y al tornar a su casa después de haber estado meditando sobre la verdadera razón de la existencia, pasó por el largo y estrecho corredor que terminaba de golpe frente a la puerta de su cuarto, al cual entró con el ansia de acostarse y descansar. Era la media noche cuando tocaron a su puerta. Él aún no había conciliado el sueño; y otra vez, como en aquel entonces, se sentó al borde de la cama, a tientas buscó con las plantas de los pies sus pantuflas que yacían en el piso, y aliñándose con los dedos el pelo blanco de sus sienes, difícilmente se incorporó a abrirle a quien llamaba: ¿Quién es?, interpeló antes, pero no escuchó ninguna voz. ¿Quién es?, volvió a inquirir, más también esta vez no oyó nada. Y así, hasta la tercera vez que preguntó, escuchó la respuesta: “Ábreme, soy tu sueño”.

Juan Carlos Chimal
No. 116, Octubre – Diciembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 323

De carne y hueso

Entonces fue cuando me dio por escribir un cuento. Me sentía sola. No llevaba vida social interesante y tenía necesidad de alguien. Así que llegué a la decisión de inventarte como el héroe de un cuento. Y lo hice en un momento oportuno porque el invierno se acercaba y yo no había hecho acopio de vituallas ni cobijas. Siempre anduve escasa de recursos. Por otra parte, nunca simpaticé ni con la cigarra ni la hormiga. Escribiendo sobre ti el frío se hizo más soportable. En un principio tuve problemas porque no sabía si inventarte rubio o moreno. Te decidí rubio, n por malinchismo, sino gusto personal. Lo demás vino solo: tus manos invitantes, tus piernas bien formadas con un aspecto metálico muy atrayente, ojos azules, boca menuda y atrevida, nariz canallesca y trasero firme. En fin, en lo tocante a lo físico mi trabajo fue impecable. En cuanto a tu interior, tuve algunos errorcillos pero no me quejo. Resultaste más interesante siendo voluble y hasta un poco cínico. Lo que más me gustó fue tu conversación amena y tu afición por el dibujo. Como agravante, sabías ser tierno en los momentos que más lo requería. El relato en sí fue un pretexto. La anécdota era nimia y hasta ordinaria. Lo más importante eras tú. Tan prolija fue mi descripción que te creé, te pensé con tal intensidad que te sentí. Tan vívida la visión que de ti tuve, que releí varias veces el escrito antes de guardarlo en mi gaveta. Al día siguiente no me sorprendió en absoluto su desaparición. Como tampoco me sorprendí cuando te vi por la ventana vestido sobriamente, dirigiéndote al timbre de mi puerta. Rápidamente tuve que inventarte un nombre.

Lucía Manríquez Montoya
No. 116, Octubre – Diciembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 321