El aguacero se desgajó como la ramazón de un guanacaste recio. En el camino quedaron dos manchas: Pedro José y el caballo. Dos charcos de sangre regados por el rayo, que el agua, cayendo en estrellas, dispersó en el monte.
María Luisa había puesto condiciones: esperaría hasta las tres. Si no, se iría con Juan Manuel.
Era mucho: Pedro José se comprometía y no llegaba. La borrachera lo retenía siempre.
De lejos se vino el eco del campanario: tres perdigones tirados por honda a la distancia.
Y María Luisa se fue.
Francisco Zúñiga Díaz
No. 43, Junio 1970
Tomo VII – Año VII
Pág. 547