El artista


Al terminar apenas su instrucción primaria y sin saber siquiera el Arreola, Borges, Cortázar de la literatura fantástica, se fue con el primer circometáfora que pasó por la aldea y nadie lo volvió a ver en ella.

Cruzó con las cuatro partes de la gramática con desigual fortuna y en el mar de la prosodia, infestado de sirenas, estuvo a punto de naufragar con toda la compañía. Salvose; pero pescó desde entonces unos fríos metafísicos de los que no habría de de reponerse jamás. Durante años lavó, dio de comer y beber a las bestias, y desempeñó los más innobles vicariatos en las ausencias borracheras de payasos, domadoras de leones y mujeres lagarto. Cursó el realismo en la escuela del hambre, el rencor y la monotonía; suspiró en cada villorrio por gozar del trapecio y los tropos aéreos, pero ya estaba un poco lastrado por el peso de las reatas y cubetas y nunca pudo levantar el vuelo.

Un día, por fin, advirtió que de tanto andar en la feria había aprendido algunos juegos malabares. Perfeccionó cinco o seis números vistosos y con esta amable rutina conquistó un lugar específico en el circo. Sus manos pudieron encauzar el tráfico de tres, siete, once pelotas a la vez, y hasta comenzó a estimar el aplauso de su querido público. El ya no podía volar, pero, al menos, los objetos que arrojaba al aire le dejaban en el tacto la fugitiva impresión de una atmósfera más pura.

Cuarenta años después se puso viejo y, como es natural, comenzaron a caérsele del techo todas las pelotas.

Afortunadamente ya para entonces había terminado sus obras completas; apenas a tiempo, porque una inminente generación de glosadores, de otra manera desempleados, crecería con la seguridad de tener el honrado y decoroso trabajo de ocuparse del occiso.

Miguel González Avelar
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 22

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