Biografía

—¡Aunque llores toda la noche, no te daré la teta hasta la hora que corresponde!

—¡Camine en penitencia hasta que aprenda a pedir pis!

—¡Tomen distancia niños! ¡Al aula niños!

—¡Este plazo no te lo perdono, estudiarás hasta marzo!

—¡En esta casa el único que grita es tu padre!

—¡Cuerpo a tierra soldado! ¡Saludo, uno!

—¡Revise de nuevo esos saldos! ¡Quédese después de hora para terminar el inventario!

—¡Si quieres comer te calientas tú la comida! ¡Yo no soy sirvienta de nadie!

—¡Pobre, era tan bueno! Y sobre todo tan callado siempre…

Raúl E. del Rosal
No. 54, Julio-Septiembre 1972
Tomo IX – Año IX
Pág. 186

¡Sucio dinero!

Un exhausto monedero de paño, estaba al borde del suicidio por llevar una vida tan vacía; estaba gastado por los bordes y descocido por el frente; una rosa bordada en hilo de seda y amarillenta por la vejez, lo amaba tanto que no se divorciaba de él aun cuando la amargura del monedero hacía que sus pobres pétalos se marchitasen y se ensuciasen de tiempo llano y sin trabajo.

Estaba tirado en un basurero y su amargura era lógica, porque sabía que si su ama lo había desechado, nadie sería tan tonto como para recogerlo otra vez.

¡Cómo hubiera querido la rosa aquella, hincharse de monedas de oro, como tiempo atrás!; cómo hubiera querido el pedazo de paño, convertido hacía años en monedero, quedar sucio por dentro, sucio de mugrientos billetes de la denominación que fuera.

Y, pasó un niño, lo recogió con sus sucias manecitas y… después, la rosa se hinchó y el monedero volvió a ser feliz porque ahora, ¡estaba lleno de canicas!

Hugolina Fink Pastrana
No. 54, Julio-Septiembre 1972
Tomo IX – Año IX
Pág. 185

Narcisa o a la búsqueda del tiempo que siempre no se perdió

Esta era una mujer que se quería mucho. Frente a su espejo de confidencias así lo reconocía y aceptaba el hecho con humildad. Por supuesto también quería a su marido, a su hijo, a sus hermanos y amigos. Como buena cristiana y ciudadana responsable le preocupaban muchas cosas el alza desmesurada en el costo de la vida, la contaminación del ambiente, la injusticia social, la violencia. Pero tal vez lo que más le angustiaba era que nunca tenía tiempo para ella misma. Los quehaceres del hogar y sus obligaciones conyugales y maternales la absorbían con fruición hasta volverla una autómata soñolienta y pasada de peso, siempre corriendo y olvidándose de todo.

Un día en que hacía cola para pagar la tenencia y cambio de placas de su auto se le apareció un hada sonriente y luminosa y le habló así: “Relájate muchacha. Queremos ayudarte. Pide tres deseos y te serán concedidos”. La mujer contestó de inmediato, con voz firme, como si toda su vida hubiera estado esperando semejante ocasión:

“Quiero dormir una semana seguida, yo solita en una gran cama. De preferencia en un sanatorio de Suiza, de esos que se especializan en curar el surmenage”.

“No quiero entrar nunca más en la cocina de mi casa. Denme una cocinera maravillosa, toda de blanco, que me adivine el pensamiento y satisfaga el paladar de mi marido”.

“Quisiera tener cada día tiempo de sobra para leer, escribir, ir al cine y al teatro, a conferencias y exposiciones, sin prisa, despreocupada”.

El hada le sonrió con dulzura y desapareció dejando todo un mundo de esperanzas en el ánimo de la buena mujer. Y ésta siguió caminando por el bosque encantado, entre frutos de oro, pájaros de mil colores y fuentes misteriosas y vocingleras. El hada, por supuesto, nunca más regresó y la mujer, por supuesto, cada vez tiene menos tiempo para ella misma. Pero ahora sabe, o por lo menos presiente, que Mr. Time, ese Príncipe Azul tan añorado, no la espera en algún castillo de ebúrneas torres. Y que sus tres deseos —tan sinceros— se perdieron para siempre en el foso de los dragones. Y no es por nada pero se siente más tranquila.

Ana F. Aguilar
No. 54, Julio-Septiembre 1972
Tomo IX – Año IX
Pág. 182