Alberto Cañas

Alberto Cañas Escalante

Nació el 16 de marzo de 1920 en San José. Su hermana le enseñó a leer a los tres años.

La primaria la realizó en el Edificio Metálico, la secundaria en el Liceo de Costa Rica, graduándose en 1937.

Estudió derecho en la UCR, y se graduó como abogado en 1944 con la tesis «Partidos políticos». En 1944 entra a trabajar en el Diario de Costa Rica. Es de la misma generación de Rodrigo Facio, Carlos Monge, Gonzalo Facio, Jorge Rossi, Daniel Oduber, Hernán González, unido ideológicamente al grupo de intelectuales que después dela Revoluciónde 1948 cambiaron la fisonomía política costarricense.

Sus inquietudes sociales lo llevaron desde muy joven a formar parte del Centro para el Estudio de los Problemas Nacionales, y a participar en el periodismo. Fue director fundador del diario La República en 1950 y luego Director del periódico Excelsior.

En el campo político fue Embajador de Costa Rica en las Naciones Unidas de 1948-1949 durante la Carta de los Derechos Humanos y fue viceministro de Relaciones Exteriores en el período de 1955-1956, diputado por San José y jefe de fracción Parlamentaria de Liberación Nacional de 1962-1966. Además de 1970-1974, fue el primer Ministro de Cultura Juventud y Deportes y durante su administración desarrolló una trascendental labor editorial de rescate de los valores culturales y literarios costarricense y Presidente de la Asamblea Legislativaen 1994.

Fue el fundador dela Compañía Nacionalde Teatro en 1971. Entre sus muchos cargos se encuentran ser profesor de teatro, de la Facultadde Ciencias y Letras, de la escuela de Ciencias de la Comunicación, de la cual fue además promotor y creador. Fue Presidente de la Asociaciónde Periodistas en 1952, Presidente dela Editorial Costa Rica desde 1960 y por varios años, Presidente de la Asociación de Escritores (1960-1961), Miembro de la Junta Directiva del Seguro Social en 1989, entre muchos otros.

Entre sus múltiples galardones se encuentran el Premio Magón de Cultura en 1976, el Premio García Monge y muchos Premios Aquileo Echeverría. Recibió un Doctorado Honoris Causa de la Universidad Estatala Distancia y ha recibido la condecoración «Comendador de la Orden de Liberación de España» en 1951, la «Gran Cruz de la Orden de Vasco Núñez de Balboa de Panamá» en 1957 y la condecoración «Stella della Solidarieda Italiana de la Classe», 1959.[1]

 

El infierno tan temido


Rodearon la cama de la dulce viejecita que iba a expirar. Se había preparado para la dulce muerte durante luengos años, haciendo penitencias, rezando novenas y repartiendo escapularios y consejos inútiles. Pero a última hora —en sus últimas veinticuatro horas— dio en inquietarse por la seguridad que adquirió de que iba a salir de allí directamente al infierno.

En vano los hijos y los sobrinos, y los nietos y las sobrinas trataron de disuadirla hablándole de lo bondadosa, caritativa y religiosa que había sido su existencia. El cura tampoco tuvo éxito, pese a la absolución muy merecida que le impartió por cuatro pecados de pajarito. La dulce anciana pasó sus últimas horas aterrorizada por la idea de que estaba condenada a un infierno de llamas, diablos con cuernos y torturas inenarrables.

Murió plácida y tranquilamente como todos sus deudos lo esperaban. Y se encontró de pronto en una sala enorme, marmórea, solemne y austera, presidida por un ser indefinido aunque bastante antropomorfo que le hizo seña de que se acercara.

Necesitaba salir de dudas y logró preguntar:

—Dígame una cosa señor: ¿Esto es el infierno?

El otro soltó algo que era reminiscente de una carcajada.

—¿El infierno? Pero si de allí es de donde usted viene, señora.

Alberto Cañas
No. 72, Abril-Junio 1976
Tomo XI – Año XI
Pág. 646

Historia de dos embajadas


La conoció en un país que no era el de ninguno de los dos, en la embajada de otro país que tampoco era el de ninguno de los dos. Franz fue presentado a un círculo de gordas y viejos. Ella estaba perdida, ausente, aislada en una silla lateral.

Aquella noche se amaron como ninguno de los dos había amado nunca.
Poco después, en otra ciudad ajena a los dos, fueron juntos a una embajada que esta vez era la del país de Franz. Ella estuvo brillante y alborotó con su gracia transpacífica a un círculo de viejas y gordos. Repantigado en un sillón lateral. Franz burbujeaba de orgullo y bebía en silencio su whisky.

Cuando salieron, Franz quiso decirle qué feliz era de tenerla por mujer. Pero fue ella la que habló primero, y le dijo qué feliz era de tenerlo por hombre.

Poco después, se separaron para siempre.

César Fernández Moreno de “La vuelta de Franz Moreno”
No. 72, Abril-Junio 1976
Tomo XI – Año XI
Pág. 642

Papillons. Clises

Una tarde de septiembre, en los Hermanos Cristianos, le tocaron por primera vez el trasero al pobre Ceferino. No poco se le arrebolaron las mejillas y semanas después, enjabonándose, recordaría en detalle las circunstancias. El resto de las tardes de ese otoño del año treinta y dos se las pasó anticipando avergonzarse bajo los chopos enhiestos del colegio.

A los dos años, contemplando un abanico, descubrió ser niño sensible que amaba el arte. En esa época comenzó sus mariposas: blancas, rosas, moradas; de antenas largas; de vuelo pausado. Pintó mariposas todo el bachillerato poseído cada vez más de su talento. Ejemplares de este género hoy adornan los bares Miraflores, Concha y Mamey.

Trabó amistad, en un oficio de tinieblas del año cuarenta y seis, con otro joven sensible, de largos dedos, ávido lector de poesía. Se vieron, a menudo, largamente, durante los diez años que siguieron: se hicieron confidencias ideológicas, se escandalizaron de las modas femeninas, se tropezaron codos en la oscuridad de los teatros. Fue este periodo difícil en que el insomnio dominó las noches del pobre Ceferino, en que sus manos —al arte dedicados— manosearon el cuerpo sin descanso. Es de entonces su obra predilecta: amenazadoras mariposas antropoides de angustiados ojos verdes. De título “Papillons”, el cuadro cuelga todavía a la adusta cabecera de su madre.

Pasó el tiempo y, a los treinta y nueve, sufrió el pobre Ceferino triste desengaño al manifestarle al amigo —ansia en la voz, bragueta abierta— ignoradas intimidades palpitantes. Fueron esos inconsolables días de ira y soledad oscuras a cuyo fin comenzó a impartir dibujo lineal en un instituto a jóvenes de trece a quince. Son las mariposas de entonces espectrales sombras pardas de afilados dientes pequeñísimos que guarda e artista, con celo inusitado, en la seguridad de su recámara.

A medio vestir, doblado ante el decidido dedo enguantado del proctólogo, le sorprendió el verano del cincuenta y nueve. Desde entonces se le ha ido la vida cuesta abajo. La enfermedad ocular que le enceguece, malas digestiones y hemorroides le han afeado el ánimo y mermado los vuelos de su espíritu. El pobre Ceferino, en franca cincuentena, ya no pinta “papillons” y se repugna con el acné de sus discípulos. Dicen los que lo saben, que le han visto esta semana, a la mesa de un café del puerto, observar con ojos estrábicos el abultado pantalón de un camarero.

A. Hacthoun
No. 72, Abril-Junio 1976
Tomo XI – Año XI
Pág. 641

Distracciones


Jamás se había oído el menor roce de cadenas. Las botellas no manifestaban ningún deseo de incorporarse. Al día siguiente de colocar un botón sobre una mesa, se le encontraba en el mismo sitio. El vino y los retratos envejecían con dignidad. Era posible afeitarse ante cualquier espejo, sin que se rasgara a la altura de la carótida; pero bastaba que un invitado tocase la campanilla y penetrara en el vestíbulo, para que cometiese los más grandes descuidos; alguna de estas distracciones imperdonables, que pueden conducirnos hasta el suicidio.

En el acto de entregar su tarjeta, por ejemplo, los visitantes se sacaban los pantalones, y antes de ser introducidos en el salón, se subían hasta el ombligo los faldones de la camisa. Al ir a saludar a la dueña de la casa, una fuerza irresistible los obligaba a sonarse las narices con los visillos, y al querer preguntarle por su marido, le preguntaban por sus dientes postizos. A pesar de un enorme esfuerzo de voluntad, nadie llegaba a dominar la tentación de repetir: “Cuernos de vaca”, si alguien se refería a las señoritas de la casa, y cuando éstas ofrecían una taza de te, los invitados se colgaban de las arañas, para reprimir el deseo de morderles las pantorrillas.

El mismo embajador de Inglaterra, un inglés reseco en el protocolo, con un bigote usado, como uno de esos cepillos de dientes que se usan para embetunar los botines, en vez de aceptar la copa de champagne que le brindaban, se arrodilló en medio de salón para olfatear las flores de la alfombra, y después de aproximarse a un pedestal, levantó la para como un perro.

Oliverio Girondo
No. 72, Abril-Junio 1976
Tomo XI – Año XI
Pág. 637