El campeón


Tenía todo para ser una estrella deportiva más importante que un genio de la ciencia. Llevaba en la sangre el futbol. Dotado de una flexibilidad felina, de una técnica más que probada, una singular rapidez de reflejos, una musculatura impresionante, poco le faltaba para ser el mejor jugador de todos los tiempos. Pero sólo se lo impedía un ligero defecto: como no tenía ninguna memoria, nunca llegaba a recordar, de uno a otro minuto, por cual equipo jugaba.

Jacques Sternberg
No. 85, Enero-Febrero 1981
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 565

El hombre que no vio a nadie


Había un hombre en el Reino de Chi que tenía sed de oro. Una mañana se vistió elegantemente y fue a la plaza. Llegó al puesto del comerciante en oro, se apoderó de una moneda y trató de escapar.

El oficial que lo aprehendió le preguntó:

—¿Por qué robasteis el oro en presencia de tanta gente?

—Cuando tomé el oro —contestó— no vi a nadie. Solamente vi el oro.

Recogido por Idries Shah
No. 85, Enero-Febrero 1981
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 561

Tejido de punto


La mujer se irguió, analizó su pasado y decidió que tenía el derecho de sonreír.

Ciertamente, ya había hecho tejido de punto y en grandes cantidades: bufandas, medias, guantes, gorros, cubreteteras, carpetines, carpetotas; en fin, de todo.

Pero siempre cosas útiles, y cuando la mujer lo descubrió de pronto este hecho, le pareció de sombrío significado. Meditó largo rato y decidió pasar, esa misma tarde, de la artesanía al arte puro.

Así fue como inició una “obra de punto” gigantesca, sin prever exactamente qué forma tendría, pero gigantesca, eso si, no la quería menos que eso. Una obra, una verdadera síntesis de sus dones, de su pasado, de su porvenir, y en ese fervor, esa tarde y todas las tardes, puso todo su dolor y toda su alegría, toda su destreza y todo su sentido de lo abigarrado, todo su instinto de la voluta, del triple punto a la derecha y doble punto a la izquierda, todo su genio del equilibrio, del ritmo, del crescendo de las frases.

La obra tomó primero la forma de un dedo de guante. Luego la de una media, después de una falda, de una cota de malla, de un piano de cola, luego de una nube ya irreal; de punto en punto, de línea en línea, de vuelta en vuelta, la obra ya no fue más que un enorme capullo muy difícil de mover o de levantar y la mujer seguía tejiendo, ahora en estado de trance, casi siempre inspirada, entusiasmada, de día como de noche, sumergida a medias en la lana, pero alegre, ansiosa.

Una tarde más de creación, tres horas más de inspiración; la mujer estaba ya separada del mundo por una tempestad de lana; la obra espumaba, se arremolinaba, y a la tejedora le faltaba ya el aliento, la vida, pero no cejaba en su empresa, el ritmo n la abandonaba, y el capullo se volvió una ola, una marejada, chocó por fin contra las cuatro paredes del salón, cuya forma adoptó, tocó el cielorraso y la mujer poco a poco desapareció, ahogada, pero feliz, quebrando las agujas bajo sus brazos.

Jacques Sternberg

No. 83, Septiembre-Octubre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 329

y además en:
No. 85, Enero-Febrero 1981
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 560

Cáncer


Quisiera violar a todas las mujeres del mundo. Una por una. Blancas, negras, amarillas, esquimales… Pero que mi vida se extinga antes. En cincuenta años de existencia, hasta la fecha, solamente he anotado un nombre en mi agenda: el de mi mujer. Se dice pronto: me muero. ¿Y las funestas consecuencias que acarrea? ¿Y las tristezas que promueve? ¡La muerte, qué responsabilidad! Mi mujer y yo, cuando nos encontramos en el lecho común, ni tan siquiera nos rozamos. Nuestros cuerpos permanecen separados, como nuestras mentes, nuestras ideas, nuestras ilusiones… Yo creía que la muerte venía de repente. Pero ahora sé que no, que n ocurre así, que anuncia su llegada, que se hace esperar, que nos acecha, que nos vigila, que nos susurra al oído ¡pronto!, complaciéndose en molestarnos, en asustarnos.

“Pálpese el cuerpo. Toque. Toque. ¿Dónde está ese cáncer que tanto teme usted? ¿Dónde…?” Y la angustia me hace sollozar en la oscuridad del cuarto. “¿Te ocurre algo?”, pregunta la mujer, semidormida. “Nada, nada.” A gusto le diría: “Es el cáncer, ¿sabes?”. Al día siguiente me levanto silbando una cancioncita de moda y salgo a la calle. Le besaría al portero.

Alfonso Ibarrola
No. 85, Enero-Febrero 1981
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 557