Andrés, El Joven

Andrés paseó de nuevo su mano por la cara, en forma detenida y, luego de asegurarse infinidad de veces al rectificar con ese mismo movimiento, anotó en una hoja el número de arrugas; después se deshizo del papel, decidido a negarse la evidencia: Andrés no aceptó que la ancianidad es una meta intermedia, alcanzada por él desde hacía ya mucho tiempo, y por esa soberbia amó aún mucho más aquella juventud perdida, aquellos tiempos en que las manos supieron encontrar superficies sin arrugas. Podría imaginar todo aquello, podría recordarlo, pero, después de reproducirse mentalmente todas esas escenas, sabría vivirlas de nuevo y no nada más por hacerlas brotar de la memoria.

El no era un viejo, él burlaría todos los aspectos naturales que así lo mostraban ante sí mismo y ante el mundo; los nombres de las mujeres a las que supo amar en otras épocas, serían de nuevo repetidos, y por supuesto aplicados a mujeres nuevas, tiernas en edad y para él desconocidas. Cerraría los ojos, traería a su mente algo para ser utilizado como clave, y volvería a abrirlos, sin recordar nunca más que había sido, durante algunos días, un viejo despreciable con el vigor viril únicamente en forma de obsesiones.

Así lo hizo: pensó en el movimiento continuo, en sus poderes ilimitados y buscó, siempre, la antigua mecedora de los ritos.

Manuel Capetillo
No. 50, Diciembre 1971
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 572

La huida

Aterrado por la idea de la muerte corrió a ocultarse tras la sombra de lo impenetrable, traspuso las barreras de su mundo, llegó a los límites de lo inexistente, jamás detenía su marcha, jamás escuchó las voces cansadas del fracaso, o los conmovedores cantos de la condescendencia.

Corrió tanto que sus pies se deshicieron, sus manos desaparecieron mezcladas en el viento, su rostro fue esparciéndose en la luz hasta que puso fin a todo y se sentó a reposar en las rocas del infierno.

Belinda Arteaga Castillo
No. 50, Diciembre 1971
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 571

Mazatl

Tezcatlipoca, hermana de Quetzalcóatl, hija de Tonacatecutli y Tonacacíhuatl, está enamorada de su hermano, siente que es superior a ella y trata de competir con él en todo.

Tezcatlipoca ojos negros, profundos como la noche, boca jugosa de fruta madura, pelo negro, largo y sedoso de india nahoa, talle breve y piernas morenas y bien plantadas. Ella espía constantemente a su hermano Quetzalcóatl y con un inconciente atavismo de amazona, lo sigue, hasta los cielos que Quetzalcóatl purifica con su presencia de indio-dios y también desciende a los infiernos de la envidia y amor que siente por aquél de su misma sangre.

Quetzalcóatl compadecido, contempla esta lucha por él y contra él y la ayuda a elevarse hasta el templo de Teotlatlauhco, mansión roja del dios del fuego, a cuya entrada está con ojos permanentemente abiertos Cuetzpalin-lagartija y en cuyo interior Ócelotl-jaguar está tirando zarpazos eternamente a Cozacuauhtli-buitre, pues están condenados a vivir peleando sin alcanzarse jamás. Tezcatlipoca convierte ahí sus pensamientos en cenizas y sale acompañada de Ócelotl-jaguar que, gracias a la espiritualización de ella, se ha convertido en el hermano Mazatl-ciervo, de porte altivo y nobleza nunca vista.

De ahí la pasa al Teocozauhco-mansión amarilla del sol, donde la misión es únicamente de contemplación a la divinidad, ahí permanece muchos siglos de ochenta años, en meditación, hasta que es trasportada al Teoixtac-mansión blanca de la estrella de la tarde, de donde sale convertida en la esplendorosa y reluciente luna y en las noches en que Tezcatlipoca está en cuarto menguante, nada más alcanzamos a ver las astas del bello Mazatl-ciervo que nunca la ha abandonado.

Flor María Novoa Zazueta
(bibliografía del códice Borgia)
No. 50, Diciembre 1971
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 567

Te comería a besos

Ella dijo: —Te quiero tanto que te comería a besos. —Pues cómeme, repuso él. —¿De verdad, me dejas? —Claro que sí, dijo él, dejándose querer.

Entonces ella comenzó a besarle delicadamente el rostro, mientras sus manos de dedos largos le acariciaban el cuerpo, hundiéndole en un sopor de extraña felicidad. La boca grande y roja tomó la boca masculina, y con finos mordiscos le fue arrancando el labio superior, el inferior, la lengua. Después siguió con las mejillas. Luego, con poderosa y larga succión, sorbió los ojos. Sin prisas, expertamente arrancó oídos y le comió el cuello; para posteriormente clavar sus fuertes dientes y afiladas uñas en el tórax, hasta alcanzar el corazón.

El hombre sentía confusamente que la vida se le iba; pero no podía moverse, sumergido como estaba en un río resplandeciente de crueldad y delicia.

Siete horas más tarde, sólo quedaba el esqueleto perfectamente limpio de él.

La mujer, monstruosamente hinchada, cayó en un pesado sueño.

Jorge Mejía Prieto
No. 50, Diciembre 1971
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 563