De los perros rabiosos de Su Excelencia el Presidente nadie tuvo conocimiento alguno de su existencia, hasta el día en que comenzaron a entrarse a las plazas públicas, a las universidades, a los ranchos, a las fábricas, y lo destrozaban todo, lo saqueaban, lo ensangrentaban y dejaban sus muertos en las calles, en los calabozos, en los ríos, en los caminos; por allí los dejaban: por todo el país regados.
Verdaderamente sus perros estaban rabiosos, pero él nada hacía por contenerlos, hasta que los hombres se cansaron de sufrirlos y tuvieron que echar montaña arriba a criar sus propios perros que eran también como los de Su Excelencia, pero los mantenían amarrados y alimentados con todas las cosas que de la ciudad traían los fugitivos; con eso los alimentaban hasta cuando llegó el día que los soltaron y a mordiscos, rabiosos, se tomaron la Capital.
A Su Excelencia yo mismo lo busqué, lo rastrié con mis perros hasta que lo encontré rodeado de los suyos, le metí todos los tiros de mi pistola en su cuerpo, y luego me senté a verlo revolcarse agónico en el suelo, hasta que al fin su último perro rabioso, el más fiero y viejo, terminó por morírsele ahogado en el corazón.
Carlos Bastidas Padilla (del libro “Las raíces de la ira”)
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 376