Don Ponciano tenía a su cargo el Jardín Edén, el más bello de la comarca. En los concursos anuales obtenía uno de los tres primeros lugares. Había dedicado muchos años y lo mejor de sí propio al cultivo de las plantas, su mayor preocupación era no mezclar especies que no armonizaran, ni intercambiar pólenes en forma indiscriminada. Por eso le produjo un gran impacto saber que Clavelina, una de sus hijas predilectas, andaba enredada en oscuros amores con uno de los cardos jóvenes.
Don Ponciano la interrogó acremente; que cuándo habían iniciado sus encuentros; que si llegaron a…, bueno, al intercambio de pólenes… Clavelina bajó sus rojos pétalos, avergonzada, y negó, moviendo su grácil tallo de izquierda a derecha.
La negativa calmó un tanto a Don Ponciano, aplacando su ira. Pero al llegar la primavera, el delito salió a la luz y unas curiosas flores espinudas brotaron en los ahora múltiples tallos de Clavelina.
El viejo, en medio del dolor y la indignación, decidió castigar ejemplarmente a los desdichados, para que aquella enojosa situación no volviera a repetirse en su jardín.
Desde entonces, los cardos crecen entre peñascos, en tierras secas y agrestes, y las clavelinas, al llegar su florescencia, inclinan sus tallos llenas de vergüenza.
Edmundo Moure Rojas
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 407