Cerraba los ojos y se le representaban figuras monstruosas, pájaros vivos de plumajes agresivos, picos, crestas, ojos con bolsas, verrugas, medallones de piel colgante, plumas esponjosas de pavos violáceos. Hubiera querido estar inserto en una logia masónica. Levantarse del gran tumulto, de la gran vulgaridad, tomar la hoz con la mano, empuñarla y cortar. Pero todo seguía andando igual, negro, difuso mundo, saturado de rancias costumbres. Generalizada, rubicunda idiotez. Había tratado de interpretar la realidad con los sobres de avión sobre la mesita de luz, los papeles marcando alguna página sagrada de un libro, poniéndose a caminar despreocupadamente por los suburbios del cementerio del Norte como un vagabundo o como una viejita que va mirando el suelo, entre tumbas recién abiertas, montones de tierra, restos de flores secas y cruces en el suelo. Estar inmerso en algo. Un orden superior y dogmático que nada ni nadie pudiera quebrar. Abrió los ojos y comprendió que estaba en el sótano de su casa, todo anegado de agua con un montón de objetos dispares flotando en la superficie turbia, hinchados y descompuestos.
María D. de Guerra
No. 56, Diciembre 1972 – Enero 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 451