El hombre y el cuervo

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Encontrar otro mundo no es únicamente un hecho imaginario. Puede ocurrirle a los hombres. Y también a los animales. A veces las fronteras se deslizan o se confunden: basta con estar allí en aquel momento. Yo presencié cómo le ocurría esto a un cuervo. Este cuervo es vecino mío. Jamás le he hecho el menor daño, pero tiene buen cuidado en mantenerse en la copa de los árboles, volar alto y evitar la humanidad. Su mundo empieza donde se detiene mi débil vista. Ahora bien, una mañana, nuestros campos se hallaban sumidos en una niebla extraordinariamente espesa, y yo caminaba a tientas hacia la estación. Bruscamente, aparecieron a la altura de mis ojos dos alas negras y enormes, precedidas de un pico gigantesco, y todo se alejó como una exhalación y con un grito de terror como espero no volver a oír otro en mi vida. Este grito me obsesionó toda la tarde. Llegué hasta el punto de mirarme al espejo, preguntándome qué habría en mí de espantoso.

Por fin comprendí. La frontera entre nuestros dos mundos se había borrado a causa de la neblina. El cuervo, que se imaginaba volar a su altura acostumbrada, vio de pronto un espectáculo sobrecogedor, contrario para él a las leyes de la Naturaleza. Había visto a un hombre que andaba por los aires, en el corazón mismo del mundo de los cuervos. Había presenciado una manifestación de la rareza más absoluta que puede concebir un cuervo: un hombre volador.

Ahora, cuando me ve desde arriba, lanza unos pequeños gritos, y yo descubro en ellos la incertidumbre de un espíritu cuto universo se ha desquiciado. Ya no es, ya no volverá a ser jamás como los otros cuervos.

Loren Eiseley
No. 132, Enero – Marzo 1996
Tomo XXVI – Año XXXII
Pág. 12

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