Desde que papá murió, mamá fue empequeñeciendo por dentro, sin que nadie lo notara, pues mientras más chiquito se le hacía el espíritu, más hambre le daba. La gente decía: qué saludable estás, por no decirle gorda. Mamá agradecía el cumplido con una sonrisa angelical y una vocecita que le salía del estómago, como si estuviera sentada dentro de su propia barriga, viéndose comer. Por esos días se le empezaron a voltear los ojos porque ya no alcanzaba a asomarse por ellos hacia afuera. También quedó sorda, no le llegaban los sonidos por más que gritáramos. Sin embargo, continuaba comiendo. Entonces los brazos comenzaron a quedarle grandes, parecían las mangas de un suéter colgado en el tendedero. Nosotros aún no sospechábamos nada, aunque era extraño que mamá, que antes era la primera en reír de un chisteo empujarnos por la vida como si fuéramos carretillas, estuviera tan silenciosa y sólo de vez en vez balanceara un pie, como diciendo no. Por eso nos enteramos. Mamá nunca decía sí a nadie. Acerqué mi boca a su pie y susurré: mamá, ¿me oyes? Una débil patadita fue la única respuesta. Luego mamá dejó de mover el pie. Quise quitarle el zapato, que le quedaba apretado. Era un zapato de cintas que se resistían a ser desanudadas. Cuando por fin logré descalzarla era demasiado tarde, la media estaba vacía.
Martha Cerda
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 102